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El ahogamiento
Se despertó. Parpadeó ante aquella oscuridad profunda. Abrió la boca y respiró por la nariz. Volvió a parpadear. Notó que le caÃa una lágrima, notó que disolvÃa la sal de otras lágrimas. Pero ya no le bajaba la saliva por la garganta, tenÃa la cavidad bucal reseca y dura. Se le habÃan tensado las mejillas por la presión interior. TenÃa la sensación de que el cuerpo extraño que tenÃa en la boca fuera a reventarle la cabeza. Pero ¿qué era, qué era? Lo primero que pensó al despertar era que querÃa descender otra vez. Bajar a esa profundidad cálida y oscura que la habÃa rodeado. El lÃquido que él le habÃa inyectado seguÃa surtiendo efecto, pero ella sabÃa que el dolor se iba acercando, lo notaba en la percusión lenta y sorda del pulso y en el fluir atropellado de la sangre en el cerebro. ¿Y él, dónde se habrÃa metido? ¿EstarÃa allà mismo, detrás de ella? Contuvo la respiración, aguzó el oÃdo. No oÃa nada, pero sà sentÃa la presencia. Como un leopardo. Alguien le habÃa contado que el leopardo era tan silencioso que podÃa acercarse y llegar al lado de su presa en la oscuridad, que podÃa ajustar sus jadeos y respirar a tu ritmo. Contener la respiración cuando tú contienes la respiración. Le dio la impresión de que sentÃa el calor de su cuerpo. ¿A qué esperaba? Dejó de contener la respiración. Y en ese momento, creyó notar en la nuca la de otra persona. Se giró, agitó los brazos, pero solo encontró aire. Se acurrucó tratando de encogerse, de esconderse. Inútil.
¿Cuánto tiempo llevaba inconsciente?
Empezó a pasarse el efecto de la droga. Fue solo una décima de segundo. Pero suficiente para darle el anticipo, la promesa. La promesa de lo que estaba por venir.
El cuerpo extraño que le habÃan puesto delante en la mesa era del tamaño de una bola de billar, de metal brillante, con agujeros pequeños troquelados y figuras y sÃmbolos en relieve. De uno de los agujeros sobresalÃa un hilo de color rojo con un lazo que, automáticamente, le recordó al árbol de Navidad que iban a decorar en casa de sus padres la vÃspera de Nochebuena, dentro de siete dÃas. Con bolas brillantes, duendecillos, cestas, luces y banderas de Noruega. Dentro de ocho dÃas cantarÃan el salmo «Grande es la Tierra», y tendrÃa la oportunidad de ver el brillo en los ojos de sus sobrinos a la hora de abrir los regalos que les llevaba. Todo lo que habrÃa hecho de un modo totalmente distinto. Todos los dÃas que habrÃa vivido con mucha más intensidad, con mayor honradez, los habrÃa llenado de alegrÃa, de aire y de amor. Los lugares que habÃa recorrido solo de paso; los lugares a los que se dirigÃa. Los hombres a los que habÃa conocido, el hombre que le faltaba por conocer. El feto del que se libró a los diecisiete, los hijos que aún no habÃa tenido. Los dÃas que malgastó pensando en aquellos que tendrÃa en el futuro.
Al final, dejó de pensar en cualquier cosa que no fuera el cuchillo que le pusieron delante. Y en la voz dulce que le dijo que tenÃa que meterse la bola en la boca. Y ella obedeció, naturalmente que sÃ. Con el corazón martilleándole en el pecho, abrió la boca todo lo que pudo y empujó la bola hacia dentro de modo que el hilo quedara colgando por fuera. El metal tenÃa un sabor amargo y salado, como las lágrimas. A